A finales de agosto de 2005 la mala noticia hacía acto de
presencia en el orbe de los aficionados a los toros: Alfonso Navalón Grande ha
muerto. Quién iba a decir que su reaparición tertuliana por San Isidro ese mismo
año, iba a ser una de sus últimas faenas en las arenas de la crítica taurina.
El presente artículo -lo advierto ya- ni es una apología, ni
tampoco una reprimenda a los juntaletras que respiran ahora al socaire de los
vientos del taurineo; este texto pretende únicamente evidenciar cuales fueron
las verdades sobre las que se vertebró la literatura de Don Alfonso. Sus, bajo
mi punto de vista, cuatro verdades fundamentales. Bien es cierto que,
evidenciar la verdad de semejante personaje, no es una tarea fácil, ni narrable
en cuatro líneas, pero más difícil debió ser para quienes lo criticaron el
refutar las premisas sobre las que, tan felizmente, se explayaba cuando el nervio
de la pluma corría por la fuerza de sus manos.
Si alguna batalla caracterizó gran parte de los escritos del
salmantino –aunque nació en Huelva- fue sin duda la del afeitado, esa práctica que aún hoy muchos taurinos del negocio
siguen negando y que, si Navalón estuviera aquí ahora, epilogaría en segunda
parte con el tema de las fundas. El tema del afeitado, en realidad, no fue más
que la punta del iceberg, lo más escandaloso y evidente de la degeneración a la
que se estaba sometiendo al toro por aquellas décadas de actividad frenética.
Él planteó ahí la guerra; esa fue una de sus verdades. Por cierto, no lo hizo
tanto en torno a ese primer lustro del siglo XXI, sino treinta o cuarenta años
antes, cuando realmente era difícil sustentarla. Muchos tildaron entonces a Don
Alfonso de mentiroso; miren si lo era que tuvieron que llegar ganaderos como
Paco Escudero para asegurarnos que «El afeitado es algo más que un engaño al
público. Es una traición al compañero. Es una competencia desleal para vender
mejor que el vecino. Di Alfonso que lo digo yo. Di que eso no es de hombres.
Que venda más caro el que tenga los mejores toros, pero no el que más prisa se
da en meterlos al mueco…» Así de dudosas eran las fuentes de Navalón, y por
ello mismo así lo describía. En otra ocasión, el mismo Paco Galache, con lo
duro que éste era, dejó el presunto mentidero abierto: «Eso son tonterías
vuestras, yo no creo que se atreva nadie a afeitar, por lo menos tanto como
dicen…» Y qué decir de Manuel Arranz, que mostrándole al onubense en la finca
una corrida como para Pamplona, le decía: «los matarán en Francia. Como allí lo
del serrucho no está castigado, lo más seguro es que me la lleven tres figuras
que quieran ir cómodas» O Joaquín Buendía, quien le admitía que afeitaba para
Carlos Arruza. Todo pues, como se ve, un claro invento de Don Alfonso.
Otro de sus “inventos” y “mentiras” fue el que atañía a la prensa. Y de ahí le vino su otro madero
de crucifixión… y otra de sus verdades. Gran caballo de batalla; integridad para
sí, y desenmascaro para el prójimo. Isaías Vázquez, el de los famosos tulios, conversando con el salmantino de
a cómo se pagaban las corridas de su época, le explicaba: «A mi han querido
pagarme 325.000 pesetas para una plaza de primerísimo categoría, donde dan
80.000 duros por corridas que no tienen cartel. Por eso, antes de ir a Madrid o
Barcelona, como creo que debo ir, prefiero matarlas en un pueblo, donde no
tengo la responsabilidad ni me expongo a que salgan dos toros malos y la prensa
pagada me dé un palo por defender a los toreros…» ¿Invento también de Isaías?.
Afortunadamente esa prensa no-pagada, la íntegra -mentidero
según los aduladores-, también existía y valía para algo. Alipio
Pérez-Tabernero, ahí es nada, le decía a Don Alfonso en cierta ocasión: «Desde
luego, tengo que reconocer algo a favor vuestro. Decís muchas cosas molestas,
pero habéis conseguido que el público se encolerice con el becerro. Y en la
temporada próxima van a chillar mucho a los toros chicos porque estáis siempre
hablando de lo mismo. Y hasta puede que haya también muchos problemas en los
reconocimientos, porque los veterinarios también os tienen miedo. Este año va a
ser difícil que cuelen los gachos, los cornicortos y los mogones, por lo menos
en algunas plazas…»
Incluso en sus propias contradicciones, fue un crítico de
verdades sin tapujos: «Por lo visto, estos “honrados” cronistas no se habían
dado cuenta de que están afeitando a mansalva hasta que vieron mis toros,
cuando soy el único ganadero que ha proclamado a los cuatro vientos que no
tengo más remedio que despuntarlos si quería que me los matasen las figuras.
(…) Y desde entonces he recibido duras críticas de mis distinguidos colegas que
aconsejan prudentemente que lo haga pero no lo diga. Que mienta como ellos,
como si fuera un juampedrodomecq cualquiera, hipócrita y fariseo. (…) Valiente
atajo de cobardes y lameculos estos cronistas que jamás han tenido cojones para
enfrentarse conmigo y ahora cometen la cobardía de tirarse el farol de sentirse
decentes ante algo que están hartos de ver todos los días y que además ha sido
previamente denunciado por el propio ganadero»
Otra de sus verdades: los
toreros. Mucha gente parece ser que solo se enteraba de cómo toreaban en
realidad algunos, cuando críticos de relumbrón como Manolo Molés, criticaba a
las figuras; figuras como José Tomás. Éste es un ejemplo paradigmático.
Escribía Molés en la crónica de una famosa corrida en la que le echaron para
atrás un toro al de Galapagar: «¡Qué vergüenza y qué petardo! (…) Qué estupidez
más injustificable la de no ser capaz de torear a un toro de dos orejas y
acabar escuchando los tres avisos (…) El único toro bueno de la impresentable
corrida, con un pitón izquierdo excelente, desaprovechado en un barullo de
faena sin temple ni mando, ni siquiera la muleta por donde hay que cogerla»
Entonces se enteró la plebe de lo que era José Tomás; pero las verdades de
Navalón habían sido ya tan claras, que incluso llegó a titular mucho antes una
crónica propia del siguiente modo: «¡Jose
Tomás no sabe torear!. Se aclaró que era un toro noble después del aviso».
Pero definitivamente, una de sus mejores verdades, fue la exaltación del toreo bueno y la exhibición
constante de la verdadera alma de la tauromaquia. Sirva esto de epitafio. «El
cuarto había salido huyendo de los capotes, y le dio abundantes coces al peto
las cuatro veces que salió huyendo del picador. Descompuesto en banderillas,
cuando Antoñete toma la muleta con el público en contra (…) se va a los medios,
se dobla con él con torerísimo empaque y, sin más, se va lejos, dejándose ver,
y cita al natural. El manso va pegando oleadas y el viejo torero, serio y
sobrio, lo embarca en soberbios naturales, sin ceder ni un palmo de terreno. No
lo entendían, era todo demasiado sencillo y demasiado grandioso»
A. Mechó (@escribirytorear)
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